“Mi corazón está brotando flores en mitad de la noche”, dice el poema azteca; “mi imaginación está brotando waterpolo en mitad de la nada”, recita Samantha Miquel, una jugadora que se distrae de la vulgar inercia y que está rozando las orillas de la “música callada”.
En mitad de la pobreza de la mecánica, Samantha se hace efervescencia, en el lado oculto de la pizarra. Allí donde el ojo se entretiene, en el foco ciego de la pelota, ocurre casi siempre la nada. Y oculto por esa extensión de la nada, en mitad de la noche, de pronto un corazón está brotando la jugada, la flor de la creación.
Samantha, una mujer que se distrae del dinamómetro y de la hélice de las espumas, se juega el todo por el todo buscando el reverso del waterpolo. Samantha está en el fragor, pero habita el silencio, la plenitud del silencio, la “música callada”. Y en su vacío pleno halla la respuesta: el movimiento, el amago, la mirada, el pase.
“Mi corazón está brotando flores en mitad de la noche”, más allá del análisis, en el reverso de lo razonable. Para que triunfe la imaginación, dice Octavio Paz, preciso es anular la vigilia de lo preceptivo. Samantha Miquel muestra/oculta los resortes de la imaginación y nos creemos que el waterpolo nace solo, del chisporroteo del agua y las jugadoras, ebrio de sí y de su reunión de cuerpos y pugnas. Pero no: la fuerza creadora reside en la mujer que pronuncia la flor del juego.
Una urna transparente se desplaza invisible por la piscina, ordenando el caos y sus titanes, y la fragilidad tiene su expresión ausente: Samantha lee, no está aquí, sino donde el original del waterpolo se deposita. Fragilidad que pone en marcha la delicadeza del original. Samantha lee “mirando con mirada impasible la punta de su nariz”, tan dueña de sí, tan dueña de todo. Voluntad creadora.
lunes, 16 de febrero de 2009
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