A Jenófanes de Colofón se le conoce por ser el primero de los filósofos griegos rupturistas. Cuando nadie se atrevía ni siquiera a hacerse preguntas sobre el panteón de los dioses que ordenara el venerado Hesíodo, Jenófanes llegó incluso al sarcasmo, señalando el infantilismo de una tradición religiosa a la que no parecía incongruente un Olimpo sacudido por los mismos defectos y pasiones que la tierra de los mortales.
En su lúcido atrevimiento, el desterrado filósofo, que tuvo que pasar su existencia en el otro extremo del mundo griego del siglo VI a.C., probablemente en Sicilia, bombardeó sistemáticamente los ramplones iconos de la época, alcanzando incluso a los grandes campeones de los juegos olímpicos, a los que cantaran todos los poetas desde el glorioso Píndaro.
“Cierto es que si por la viveza de sus pies uno consigue una victoria –bien al competir en el pentatlón, donde el recinto de Zeus, junto al curso del Pisas, en Olimpia, o en la práctica de la lucha, bien incluso porque domina el doloroso pugilato, o una terrible prueba, a la que llaman el pancracio-, a la vista de sus conciudadanos sería el más glorioso, se ganaría un notorio asiento de primera fila en los juegos y dispondría de manutención, a expensas del erario público, gracias a la ciudad, y de un regalo que guardaría como un tesoro. Incluso con los caballos conseguiría todo eso, sin ser digno como yo lo soy. Pues más valiosa que la fuerza de hombres y corceles es nuestra sabiduría. Y es que muy a la ligera se opina sobre eso, y no es justo que la fuerza se valore más que una buena sabiduría…”.
Hay momentos en que tengo la horrible tentación de incluir el nombre de alguna waterpolista en esos atletas que no entienden que sus ‘proezas’ físicas desaparecen con el día, mientras la fama del hombre poeta “llegará a Grecia entera, y no se extinguirá en tanto que haya en Grecia alguna clase de cantos”.
Hoy leo a Jenófanes de Colofón, y ni noticia de los campeones.
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