
Hay personas que se elevan muy por encima del oxidado listón de la mayoría. No hablo de forzudas complexiones ni de complicados cerebros, tampoco de magnetismos espirituales, no. Se trata de una estirpe de la audacia. De modernos Ulises.
En la penuria sepia de la posguerra mundial, en 1947, los noruegos Thor Heyerdhal, Knut Magne Haugland, Herman Watzinger, Torstein Raaby y Erik Hesselberg, con el sueco Bengt Danielsson, cruzaron el Atlántico, desde el puerto peruano de El Callao hasta el atolón de Raroia, en las islas oceánicas de las Tuamotu, con una simple balsa de madera: la Kon-tiki.
La imagen de aquellos barbudos y harapientos con aspecto de náufrago recorrió el mundo entero. ¿Cómo era posible cubrir una distancia de miles de millas náuticas a bordo de unos simples troncos atados con cuerdas de cáñamo? Habrá que decir que, simplemente, tenían una idea y se propusieron demostrarla.
Durante los 101 días de insólita travesía, estoy seguro

Igual que a Ulises cuando arribó al territorio de los feacios, cubierto de sal y de algas, casi un espectro, el desembarco en el punto de destino había cambiado a los famélicos exploradores. El viaje no había sido sólo geográfico,

Por eso, hoy, cuando leo sobre el fallecimiento del último de estos héroes, Knut Magne Haugland, a los 92 años, me siento un poco más devoto de la audacia, de esta estirpe de emprendedores.
Poco importa que sus teorías antropológicas o históricas fueran refutadas por el actual conocimiento genético y científico: su gesta brillará para siempre e iluminará a los intrépidos de las futuras generaciones. Y de esta luz querría yo vivir descubriéndola, al menos en un pequeño destello, en los pocos espacios para la épica que nos van quedando.
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