jueves, 22 de octubre de 2009

MATI ORTIZ, LIENZO DE ZURBARÁN

A veces a uno le sobrevienen fogonazos, imágenes que se incrustan en la retina y evocan un torrente de sugerencias. Así, tenía yo archivada en esa memoria visual la elegancia casi inmóvil de Mati Ortiz mil veces captada por la cámara de Lluís Franco, cuando leyendo sobre Francisco de Zurbarán, se me apareció Mati como un lienzo del pintor barroco.
Tiene Mati la luz primordial, la chispa del hábito que visten las cosas más sencillas, el color humilde y atezado, pero dignísimo de un siglo de pobres, de frailes y de iluminados, “hijos todos del mismo barro español”, como señala Jiménez Losantos en ‘Los nuestros’ sobre Zurbarán.
La obra del maestro extremeño es una operación de rescate de esa luz primordial, reflejada en los hábitos de los monjes, en las auras luminosas de sus inmaculadas, en los pardos de sus vasijas, incluso en los rostros que brotan de un cierto tenebrismo que les confiere un aspecto más de estatua que de pintura. Las figuras de Zurbarán son apariciones, una realidad elevada a lo sagrado.
En la tranquila efectividad de Mati reside la misma técnica. Su juego sin aspavientos pero profundo como una oración interior, la eleva. Es una figura que emerge del molino del agua con la sencillez de lo pertinente, con la luz primordial de lo esencial. Mati tiene esa paleta dulce que amortigua la contienda deportiva.
A uno le parece que la maestría de Zurbarán está detrás de esa expresión elevada de Mati. Cuando tranquiliza, cuando pasa, en el lanzamiento, cuando defiende en los dos metros. Como una de esas inmaculadas que, presente en un mundo que de por si hace mejor, mantiene la mirada en un punto infinito. Mati, en su luz primordial, mejora siempre el juego del equipo sin abandonar su sencilla inmanencia.

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